lunes, 14 de mayo de 2012

Diario de Invierno, Paul Auster

No podías llorar. Eras incapaz de mostrar tu aflicción de la forma en que suele hacerlo la gente, de modo que tu cuerpo se desmoronó y sintió tu pena por ti. De no haber sido por los diversos factores incidentales que precedieron al ataque de pánico (la ausencia de tu mujer, el alcohol, la falta de sueño, la llamada de tu tía, el café), es posible que el ataque no se hubiera producido. Pero en el fondo aquellos elementos sólo poseen una importancia secundaria. La cuestión es por qué no pudiste dejarte llevar por la situación en los minutos y horas subsiguientes a la muerte de tu madre, por qué, durante dos días enteros, fuiste incapaz de derramar una sola lágrima por ella. ¿Fue porque secretamente te alegrabas en parte de su muerte? Un pensamiento sombrío, una idea tan negra e inquietante que hasta te asusta expresarla, pero aunque estés dispuesto a considerar la posibilidad de que sea cierto, dudas que eso explique tu incapacidad de llorar. Tampoco lloraste a la muerte de tu padre. Ni cuando murieron tus abuelos, ni tampoco a la muerte de la prima que más querías, que murió de cáncer de mama a los treinta y ocho años, ni tras la muerte de los muchos amigos que te han ido dejando a lo largo de los años. Ni siquiera cuando tenías catorce años y te encontrabas a menos de treinta centímetros de un chico que fue alcanzado y muerto por un rayo, el muchacho cuyo cadáver contemplaste sentado durante una hora en un prado empapado de lluvia, intentando desesperadamente calentar su cuerpo y revivirlo porque no entendías que estaba muerto: ni siquiera esa muerte monstruosa pudo inducirte a soltar una lágrima. Se te humedecen los ojos al ver ciertas películas, te han caído lágrimas en las páginas de muchos libros, has llorado en momentos de inmensa tristeza personal, pero la muerte te desconecta y paraliza, secuestrándote toda emoción, todo cariño, todo contacto con tu propio corazón. Desde el principio mismo, te has quedado muerto frente a la muerte, y eso es también lo que pasó a la muerte de tu madre. Al menos al principio, los dos primeros días con sus noches, pero luego volvió a caer el rayo, y acabaste arrasado.

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