jueves, 16 de enero de 2014

Trópico de Cáncer, Henry Miller

Durante siete años anduve día y noche con una sola obsesión: ella. Si hubiera un cristiano tan fiel para con Dios como yo fui para con ella, hoy todos seríamos Jesucristos. Día y noche pensaba en ella, incluso cuando la engañaba. Y ahora a veces, en medio de los acontecimientos, a veces, cuando me siento absolutamente libre de todo eso, de repente, al doblar una esquina quizá, aparece una plazuela, unos cuantos árboles y un banco, un lugar desierto donde nos paramos a discutir, donde nos trastornamos mutuamente con amargas escenas de celos. Siempre un lugar desierto, como la Place de l'Estrapade, por ejemplo, o esas calles sucias y sórdidas por los alrededores de la Mezquita o a lo largo de esa tumba abierta de una Avenue de Breteuil que a las diez de la noche está tan silenciosa, tan muerta, que te hace pensar en el asesinato o en el suicidio, en cualquier cosa que pudiera crear un vestigio de drama humano. Cuando comprendo que se ha ido, que quizá se haya ido para siempre, un gran vacío se abre y siento que voy cayendo, cayendo, cayendo en un espacio profundo y negro. Y eso es peor que las lágrimas, más profundo que el remordimiento o el dolor o la pena; es el abismo a que fue arrojado Satán. No hay modo de volver a trepar, ni un rayo de luz ni el sonido de una voz humana ni el humano contacto de una mano.
Cuántos miles de veces, al caminar por las calles de noche, me he preguntado si llegaría de nuevo el día en que ella estaría a mi lado: todas las miradas anhelantes que dediqué a los edificios y estatuas, los que había mirado tan ansiosa, tan desesperadamente, que ahora mis pensamientos deben haberse convertido en parte integrante de los propios edificios y estatuas; éstos deben de estar saturados de mi angustia. Tampoco podía por menos de pensar en que, cuando habíamos caminado uno al lado del otro por aquellas calles sórdidas y sucias tan saturadas ahora con mi sueño y con mi anhelo, ella no había observado nada, no había sentido nada: eran como cualesquiera otras calles para ella, un poco sórdidas tal vez, y nada más. No recordaría que en cierta esquina yo me había detenido para recoger su horquilla ni que, cuando me agaché a atarle los cordones, se me quedó grabado el lugar en que había descansado su pie y que permanecería allí para siempre, incluso después de que se hayan demolido las catedrales y de que haya quedado barrida para siempre jamás toda la civilización latina.